
20 MARZO 2023.- Una coalición internacional liderada por Estados Unidos protagonizó el derrocamiento del dictador iraquí, Saddam Hussein, con la justificación de evitar el uso y la fabricación de armas de destrucción masiva por parte de su régimen. Sin embargo, nunca se pudo demostrar la existencia de ese armamento y las consecuencias que pagaron millones de iraquíes por la invasión aún se sienten en esta nación, dos décadas después.
El 20 de marzo del año 2003, los noticieros de todo el mundo abrieron con las imágenes de Bagdad, la capital de Irak, siendo bombardeada de forma masiva por misiles pertenecientes a Estados Unidos y a la coalición internacional que pretendía derrocar al dictador Saddam Hussein. Había comenzado la invasión a Irak, un conflicto armado que sería fundamental para entender Medio Oriente en los años venideros y que contribuiría a la inestabilidad y el aumento de la violencia en la región.
El casus belli defendido por Estados Unidos y sus aliados se basaba en dos postulados: el primero, era que la dictadura de Hussein poseía y desarrollaba armas de destrucción masiva, algo que suponía un peligro inminente para la comunidad internacional. El segundo, era que este dictador financiaba al grupo terrorista Al-Qaeda, responsable de los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001.
Estas dos acusaciones se mostraron como falsas con el paso de los años. Nunca se encontraron armas de destrucción masiva ni productos que sirvieran para fabricarlas en Irak. Y Hussein, aunque era un dictador sanguinario, no financió a grupos terroristas islamistas, ya que también eran enemigos de su poder.
Sin embargo, las acciones tomadas con el pretexto de estas acusaciones sí que tuvieron consecuencias para Irak, para la región de Medio Oriente y para la comunidad internacional, incluido Estados Unidos.
Para comprender los orígenes y el desarrollo de este conflicto es necesario revisar la historia y desgranar, paso por paso, lo sucedido hasta la actualidad.
Hussein, el líder que pasó de aliado de Washington a ser parte del “eje del mal”
Cuando se produjo la invasión en 2003, Hussein llevaba ya casi 24 años en el poder. Mantuvo las riendas del país por medio de la conformación de un régimen basado en su figura que pudo controlar gracias a una mano de hierro. Era un dictador sobre el que caían numerosas denuncias de asesinatos masivos y contra opositores y cuyo poder en Irak era casi total.
Sin embargo, no siempre fue enemigo de Estados Unidos. De hecho, durante la década de 1980 contó con el apoyo expreso de Washington en su guerra contra Irán, la República Islámica de los ayatolás. Desde la Revolución iraní de 1979, Teherán se había convertido en el máximo enemigo en la región para Estados Unidos y la guerra de Irak contra ellos era motivo suficiente para apoyar a Hussein.
Sin embargo, esta situación cambió a partir de 1990, cuando Hussein lanzó una invasión contra Kuwait —otro de los aliados históricos de Washington en Medio Oriente— por la caída de los precios del petróleo y la crisis económica en la que estaba sumida su nación por la guerra contra Irán. Estados Unidos inició la Guerra del Golfo y expulsó de Kuwait a las tropas iraquíes. Esto sería el origen del deterioro de su relación.
Durante la década de 1990, los episodios de violencia fueron aumentando, con campañas de bombardeos masivos de Estados Unidos y Reino Unido contra Irak, como la “Operación Zorro del Desierto” en 1998. Algo que empeoró tras los atentados contra el World Trade Center de Nueva York en septiembre de 2001 y la “guerra contra el terror” lanzada por el expresidente George W. Bush.
El exmandatario lideró una campaña de persecución contra el terrorismo yihadista que comenzó con la invasión del régimen talibán ese mismo año, con el apoyo de Naciones Unidas, y que siguió con Irak. Desde Estados Unidos, se intentó demostrar que el régimen de Hussein era un peligro para la estabilidad internacional y que había formado parte de la financiación de grupos terroristas. De hecho, Bush incluyó a Irak dentro de su conocido como “eje del mal” internacional, junto con Irán y Corea del Norte.
Washington encontró apoyo de naciones como Reino Unido, España o Polonia, pero otras como Francia o Alemania se opusieron a cualquier intento de invasión debido a la falta de pruebas que había contra Irak. El Consejo de Seguridad de la ONU rechazó la invasión y la catalogó de “ilegal”, pero esto no detuvo su puesta en marcha. La operación se produjo el 20 de marzo de 2003 luego de un ultimátum lanzado por Bush a Hussein desde las islas Azores, en Portugal, unos días antes.
Una guerra “rápida” que se prolongó en el tiempo
Las consignas mantenidas por Estados Unidos y sus socios de la coalición internacional fueron que el conflicto se desarrollaría de forma “rápida” y, en un principio, eso pareció. Desde varios barcos, y con Kuwait como base de operaciones, Estados Unidos lanzó una campaña de bombardeos para noquear la capacidad de defensa iraquí y sus resultados fueron efectivos.
Pocas semanas después, las tropas estadounidenses entraron en Bagdad sin que hubiera apenas resistencia. La toma de la capital dejó imágenes que pasarían a la historia, como el derribo de la estatua de Hussein por ciudadanos que celebraban su caída.
El 1 de mayo, George W. Bush se apresuró a decir desde un portaaviones que “las principales operaciones de combate en Irak” habían concluido. Pero, en realidad, el conflicto no había hecho más que empezar.
Estados Unidos se vanaglorió de haber devuelto la “libertad” a los iraquíes y comenzó a construir lo que sería un futuro Estado democrático. Sin embargo, Irak no es un país heterogéneo, en términos religiosos y étnicos. Por lo que vacío de poder causado tras la caída de Hussein y la debilidad de los gobiernos democráticos fue el caldo de cultivo perfecto para que iniciara la violencia sectaria y una guerra civil en este país.
Irak es una nación con una mayoría musulmana chiita que ronda el 60% de la población y con una minoría sunita que se estima que no sobrepasa el 38%. Además, no todos son árabes, ya que al norte del país hay varias regiones con población kurda. El régimen de Hussein —que era árabe y sunita— reprimió a chiitas y kurdos durante décadas y, tras su desaparición, la violencia se incrementó entre las milicias, motivada, entre otras cosas, por la sed de venganza y la intención de tomar el poder sobre las otras facciones.
De poco sirvió que la Autoridad Provisional de la Coalición comenzara a construir un nuevo Estado democrático con Constitución propia y que los iraquíes pudieran votar en unas elecciones libres en 2005. La violencia entre facciones siguió aumentando, al mismo tiempo que el rechazo a la invasión. Los atentados se fueron multiplicando y la inestabilidad se apoderó de la mayoría de las regiones iraquíes, donde comenzaron a operar diversos grupos armados que se enfrentaron también a las fuerzas militares extranjeras.
Por su parte, Hussein fue localizado a finales del año 2003 en un zulo cercano a su ciudad natal en condiciones infrahumanas. Las imágenes del dictador, con pelo y barba larga, siendo examinado por médicos tras su detención dieron la vuelta al mundo. El exmandatario tuvo un juicio donde fue condenado a muerte por crímenes de lesa humanidad, pero su ejecución en la horca en diciembre de 2006 tampoco apaciguó el enfrentamiento de una sociedad sumida en una espiral de violencia.
Las torturas y el descrédito que sacaron a Estados Unidos del conflicto en 2011
En medio de esa situación, Estados Unidos se vio obligado a incrementar la presencia de militares en Irak y, por consiguiente, su presupuesto. Pero el descrédito hacia Washington continuó aumentando por cada día que seguía sin demostrar la existencia de las armas de destrucción masiva y por la revelación de algunos de los métodos de sus militares sobre el terreno.
Desde inicios del año 2004 comenzaron a salir fotografías y videos que mostraban cómo varios militares estadounidenses torturaban, humillaban y se mofaban de presos iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib. Estas imágenes —como las publicadas por CBS y Seymur M. Hersh, en The New Yorker—mostraban a los soldados estadounidenses torturando a los detenidos. Las revelaciones causaron una gran controversia internacional y ahondaron en el sentimiento de que la guerra en Irak había sido injustificada y no se podía sostener.
Un malestar que recogió Barack Obama con su victoria en 2008. El expresidente hizo que las tropas salieran de Irak progresivamente, hasta que en 2011 abandonaron definitivamente el país. En esos ocho años de guerra, Estados Unidos había perdido a más de 4.400 soldados y las víctimas iraquíes se contaban por decenas de miles, la mayoría civiles. Todo ello, sin haber podido consolidar a Irak como una democracia y un Estado fuerte que fuera capaz de gobernar sobre todo el territorio. Algo que tendría consecuencias en el corto plazo.
El ascenso del Estado Islámico y el regreso de Estados Unidos
La salida de Estados Unidos hizo que el conflicto, que ya era extremadamente violento, se recrudeciera, especialmente tras la entrada de un nuevo actor terrorista: el Estado Islámico de Irak y el Levante. Esta organización tiene su génesis en una facción de Al-Qaeda en Irak que surgió durante la invasión estadounidense y que, a partir de 2014, tuvo su centro de operaciones en el norte de Irak y buena parte de Siria.
El Estado Islámico logró tener control territorial sobre más de un tercio de Irak gracias al vacío de poder que había y dominó Mosul, la segunda ciudad iraquí más importante. Su acción causó el pico de asesinatos en los últimos 20 años y se convirtió en una amenaza para Medio Oriente y a nivel global.
Esta cuestión hizo que una nueva coalición internacional entrara en Irak para liberar el norte del país del poder del autoproclamado califato islámico. La guerra contra el Estado Islámico se libró durante varios años con el apoyo de varias fuerzas unidas contra un enemigo común —el Estado iraquí, las milicias kurdas o milicias chiitas—, hasta que en 2017 se logró liberar Mosul.
Desde entonces, el Estado iraquí ha seguido sufriendo el flagelo del terrorismo, aunque los niveles de violencia se han reducido. Sin embargo, todavía la población sigue sufriendo de las consecuencias que vienen de fallas estructurales. Irak es un país sumido en una profunda crisis económica y con una debilidad política notable debido a la profunda fragmentación y a la acción corrosiva de la corrupción.
Un ejemplo de esta situación fueron las protestas que sacudieron a todo el país en 2019 debido a la pobreza por la que atraviesan millones de personas y al malestar generalizado que existe frente a la clase política, que mantiene altas tasas de corrupción. Estas marchas se saldaron con cientos de muertos y, aunque después de ellas hubo elecciones, el panorama político sigue siendo extremadamente volátil.
Una guerra con un controvertido balance
Estados Unidos sigue presente de forma reducida en Irak, pero ha sido incapaz de evitar la influencia creciente de Irán sobre la política iraquí, especialmente entre la mayoría chiita.
A dos décadas del inicio de la invasión las cifras de fallecidos desde entonces varían. El portal ‘Iraq Body Count’ estima que han sido asesinadas entre 186.000 y 210.000 personas, mientras que ‘The Cost Of War’ considera que la cifra podría ir desde los 275.000 hasta los 306.000. Unas cifras demoledoras que delatan los altos costos de esta guerra.
Los datos se agravan cuando, dos décadas después, se sabe a ciencia cierta que los motivos con los que se justificaron la invasión fueron total o parcialmente falsos.